Una mirada diferente a Judas Iscariote.
Recuerdo cuando de niños salíamos juntos a correr por el campo, ah, cómo nos divertíamos, explorábamos los montes, trepábamos árboles y escalábamos montañas; juntos pescábamos a la orilla del lago, cómo nos fiábamos el uno del otro, no había secretos entre nosotros, nos queríamos mucho, platicábamos muy profundo en esas largas tardes de la vida, reíamos, y agradecíamos a Dios el hermoso don de la amistad.
Un día, al paso de varios años, salí a caminar a las afueras del pueblo por entre los huertos, ya iba cayendo la tarde, solitaria y sombría, con la penumbra cerca. De repente, algo rompió el silencio que me envolvía, y oí unos pasos que me alarmaron, de súbito llegó la noche, ruidos raros, voces extrañas, me atraparon el miedo y la angustia, presentimientos, gente encapuchada, sospechosa, no supe qué hacer.
Pero luego, al mirar con detalle, una luz apareció, era mi amigo, por quien todo daba, y desapareció el temor, todo estaría bien, con él nada malo pasaría. Pero se acercó, y, no sabría decirlo, era diferente, su semblante, su mirada esquiva, vacía, sus ojos distantes, su beso extraño, su corazón frío, su alma perdida, sin aliento, como muerta y, no viene sólo, alguien camina tras él, viene gente con sogas, armas, palos, odio, rencor, muerte, su sonrisa ya no es la misma, hay muecas hilarantes, ironía, sarcasmo.
Ha dejado de ser él mismo, no lo reconozco ya, es un extraño, un intruso, me jalan, me avientan, me aprehenden, me esposan, me llevan, ¿dónde está él? ¿Ha huido? Ha renunciado a ser mi amigo. Ya no lo tendré más, ya no estará conmigo, pero ¿cómo detenerlo? ¿Cómo amarlo? ¿Cómo perdonarlo? Lo llamo, le grito: ¡Judas! No te vayas… yo seguiré siendo tu amigo.
+Alfonso Miranda Guardiola