En el fondo del abismo, escuchó una voz…
El mundo se sentía muy triste porque todos lo criticaban e insultaban, pues decían: “no te dejes llevar por el mundo, no busques las cosas del mundo, busca las cosas de Dios”.
Otros gritaban: “los criterios de este mundo te llevan a la perdición”. Y el mundo se entristecía, y se desesperaba, y ya no sabía qué hacer!
En su mente resonaban las palabras: “no ames al mundo (1Jn 2,15), el mundo está lleno de odio y corrupción, en el mundo tendrás tribulación (Jn 16,33)”. Y ya no soportaba más.
Un día pensó en irse muy lejos, pero, ¿a dónde ir? ¿qué lugar podría encontrar para él? Agobiado, quería tirarse de un gigantesco barranco sin fondo, y desaparecer.
Así es que, descorazonado, subió a la montaña más alta de la creación, y desde ahí, quiso lanzarse al precipicio, y en su desolación… se echó al vacío, oyéndose un grito estremecedor, y cayó en las tinieblas más profundas.
Pero fue ahí, casi muerto, en el precipicio de sus lamentos y en la amargura de su soledad, donde escuchó una voz que decía: “Yo soy la luz del mundo, el que cree en mí no perecerá (Jn 8,12)”. Y el mundo empezó a reaccionar. Y también escuchó: ”Porque no he venido para condenar al mundo, sino para salvar al mundo”. Y su corazón latió más fuerte. Y finalmente escuchó: ”Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo fuera salvado por medio de Él (Jn 3,16)”.
Y el mundo se levantó, pues por primera vez en su vida, se sintió aceptado, comprendido y amado, y a partir de aquel momento, el mundo quiso ser mejor, empezó a ser otro, el mundo… cambió.
+Alfonso G. Miranda Guardiola