No hiera más mi fe.
Había regresado de estudiar filosofía en la ciudad de Roma, y ahora daba clases en el seminario, por lo que su padrino de oración tuvo que esperar dos años, para encontrarlo. El brillante sacerdote accedió a ir a bendecir su casa, aquella tarde de verano. Toda la familia lo recibió con mucho júbilo y emoción, y hasta prepararon un exquisito banquete, para tan distinguida ocasión. Su madrina había limpiado cuarto por cuarto, y había puesto adornos y flores en todas las recámaras. El sacerdote recorrió la casa y el jardín, seguido por los niños, curiosos y siempre inquietos. El Ave María y el Padre nuestro, se escuchaban mientras rociaba el agua bendita sobre los muebles y las camas. Al entrar a la sala, donde estaban todos reunidos, el padre pedía que no faltara el pan en la mesa, ni el trabajo y ni la salud en cada alma. Aquello era una fiesta de alegría y esperanza, sin embargo, al terminar, sucedió algo inesperado…
Después de la última bendición, el piadoso anfitrión se acercó al sacerdote, y con un gesto de profunda devoción, se inclinó para besar su mano. Repentinamente, como asaltado por un escrúpulo, el padre la retiró, como pensando: somos iguales hermano. El buen hombre, extrañado, pero sin perder la compostura y la serenidad, le dijo, padre amigo y hermano, con todo respeto, no le beso la mano por el hombre que es Usted, sino por la persona que representa, porque con su presencia, nos trae a Dios mismo a nuestra casa, y nos regala su bendición, que es lo más preciado que tenemos, así es que aprenda a ser humilde y no hiera más mi fe, traiga para acá su mano y déjeme besarla, para dar testimonio de cómo debe ser valorado y tratado un representante de Cristo, aquí en la tierra.
+Alfonso G. Miranda Guardiola
3 de junio 2014.