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La última historia de la Navidad!

Ahí estaban los corrales hechos de maderas y estantes, unas vacas rumiando, otras agachadas y comiendo, la paja y el heno desperdigados por todas partes, los becerros a un lado de sus madres, durmiendo. Los toros imponentes moviendo su cola, el gallo cantando casi cada hora, la pileta de agua mezclada con pajas, bajo un techito colocadas las secas pacas, que muy apenas cubrían del sol y del agua. Y ese aroma intenso a tierra húmeda, mezcla inocente de heno y pastura, mesa, fogón, pan y café, nos recuerda, olor que invade el alma con ternura. Los peregrinos encuentran jubilosos este portal, donde José prepara como puede un rinconcito celestial. Allí nacerá de una Virgen un niño, de una hermosura angelical. El sol de la tarde, despacio y triste se aleja, mañana lo verá y sonreirá, de oreja a...

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Ya no prediques más, porque ellos se salvarán, pero tú te condenarás

Había una vez un misionero que fue a anunciar la Buena Nueva a un lugar remoto, donde no conocían a Dios. Era un pueblo humilde que vivía sobriamente, según costumbres ancestrales, y no había violencia ni mayores problemas entre ellos. El misionero empezó a predicar y a anunciar la buena nueva, hablándoles del castigo, del infierno, les decía que existía un purgatorio, les habló de la condenación y de la muerte eterna. La gente se asustó y los niños lloraron, por lo que después de escucharlo, el anciano del Pueblo se puso de pie y le dijo: Oye hermano, ya de por sí la vida es difícil para que nos vengas tú a hablar de esas cosas, la verdadera Buena Nueva que necesitamos es una muy diferente, otra día te escucharemos, gracias por haber venido y vete en paz....

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¿Es que acaso se puede amar de otra manera?

  Es cierto, tanto San José, como la Santísima Virgen María fueron llamados por Dios a donarse un amor especial, no menos grande y nos menos hermoso, que todo amor que existe entre un hombre y una mujer. Pero aprendieron a dárselo sin poseerse el uno al otro. ¿Cómo es posible? Tuvieron que aprender a amarse con el corazón, con la cálida y dulce mirada, con los gestos del alma, con sus mil y un detalles compartidos, con sus alegrías y dificultades, con la caridad y la gentileza, con sus mutuos servicios, con su estar siempre juntos y disponibles al plan de Dios, con los cuidados de María, con la protección y el trabajo de San José, con las atenciones al niño Jesús. ¿Cómo no podrá ser este un modelo de amor entre esposos? Llamados a acariciarse especialmente con...

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¿Cómo, creer en un Dios que hace pucheros? 

  Yo no sé si se pueda demostrar la Navidad, lo que sí sé, es que dentro de cada uno de nosotros existe un niño, que es capaz de observar a los ángeles subir y bajar, y susurrarle a los pastores que corran a adorar al recién nacido;  Un niño que puede escuchar el ladrido de los perritos que los acompañan corriendo y moviendo alegremente la cola;  Un niño que puede ver bajar una estrella y postrarse de hinojos y adorar a este pequeño;  Un niño que puede admirar a los tres reyes magos, que digo tres, cinco, siete reyes venidos de todas partes de la tierra para adorar a esta hermosa criatura, y ofrecerle maravillosos regalos: carritos, pelotas, monitos, tablets, ah! y por supuesto, oro, incienso y vino, digo mirra.  Sí, ese niño que vive dentro de nosotros...

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¡Tiene que haber algo de verdad en esto de la Navidad! 

Un Dios que se hace bebé, ángeles que aparecen y anuncian la llegada de su reino, un Dios que habla en sueños, una estrella que camina y se detiene, unos magos que vienen con regalos de Oriente. Un Dios que para mostrarse, ha preferido los sueños, los sentidos y los corazones, a la lógica, la razón y las argumentaciones. No puede ser verdad tanta belleza, un Dios que no ha escogido ni reyes ni a ricos, sino a los pobres y desvalidos, para darse a conocer. Pues no han sido los sabios y entendidos los que lo han visto, sino los pastores, los animalitos y los niños. Más que verdad parece un cuento, pero sin ello toda la realidad perdería su fundamento, y la misma vida quedaría sin aliento. Un Dios, que se ha hecho carne para redimirnos, lágrimas...

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Trocitos de Navidad hecho poema.

  Después de vacilar un momento por lo que la gente decía, José fue corriendo a casa de María, para abrazarla y para ya nunca dejarla jamás. El recién nacido titiritaba de frío. El viento lo arrullaba, la luna lo cobijaba, la estrella lo calentaba y la mamá, toda asustada: sólo sonreía y lo abrazaba. Porque no hacía falta, más que bajar la mirada y ver al niño en su regazo, para contemplar el más hermoso de los cielos. Tan hermoso estaba, que la luna detuvo su camino, para no chocar con la estrella que, extasiada, contemplaba al recién nacido. En eso, la vaca, la mula y el buey, en primera fila, vieron bajar la estrella y postrarse de hinojos, ante el tierno niño. Y es que con el nacimiento del niño Dios la vida se hace fuerte, renace...

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