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¿Para qué vine a esta Misa, con esta quinceañera?

arreglo XV

 

Me acuerdo de aquella Misa de XV años de una pequeña niña que entró al templo en silla de ruedas, aparentemente con una discapacidad. Lucía como abstraída, con su mente fuera, como en otro lugar, con su rostro como si nada entendiera. Su cuerpo encorvadito. ¿Qué va a poder entender ella, pensaba uno, la Palabra de Dios, el Evangelio, las lecturas de la Misa? ¿Qué va a poder comprender las cosas que los hombres viven en este mundo, qué va a saber ella de estas cosas? Y allí estaba la niña, sentada abajo del presbiterio, frente al altar, con su vestido rosa, de encaje, y su rostro lleno de brillitos como todas las quinceañeras. 

Después del Evangelio, parecía uno escuchar a la gente que no conocía a esta damita: “¡Ay, ¿para qué vine a esta Misa, con esta quinceañera? Pero, ¿de qué le va a hablar ahora el padre? Nos vamos a aburrir con el rollo de siempre, y ni siquiera le va a entender. 

Sin embargo en ese momento, me acordé del episodio de un hombre que vivía al norte de África, y que residía en una casa de enfermos y discapacitados, el cual, no tenía brazos ni piernas, solo el puro torso del cuerpo, y quien esa noche, despedía a un sacerdote que terminaba su misión con ellos, y regresaba ahora a su casa en Europa, y le decía: “Rezo por Usted padre, para que no pierda de vista al Señor, para que no desfallezca en su fe, para que no deje de sentir la presencia del Señor en su vida, y ruego para que Dios siempre le bendiga”. Y el padre, agradecido pero asombrado le contestó: ¿Cómo es que tú en esta condición tan frágil, tan necesitada, en lugar de reclamar y maldecir por lo que vives, me bendices a mí y me pides que no pierda de vista al Padre?. -“Hermano sacerdote, dijo con voz pausada y serena, en la condición en que me encuentro, Dios no deja de hacerme sentir su ternura, su cariño y su amor. Yo sé ciertamente que el Señor me tiene en sus brazos, me protege, me lleva y me cuida, ¿qué podría yo hacer sin él? Cada instante, Dios no aparta de mí su mirada. Y yo lo siento vivo y presente, como mi respiración. Pero Usted padre, con tanto ruido en el mundo, con tantas luces y brillos en las ricas ciudades, qué fácil es perderse, alejarse y olvidarse de Dios. Ruego para que todas esas luces del mundo, y todos los brillos que en él habitan, no aparten su corazón de Dios, y se deje Usted amar y abrazar por Él”.

Al estar frente a los fieles, recordé toda esta historia, y me acerqué para hablar de ello a esta niña. Abstrayéndome de la comunidad que había en Misa, me dirigí completamente a esta muchachita, y pronuncié su nombre: “Elena”. Ella me escuchó y levantó inmediatamente su mirada. Me incliné hacia ella y me atreví a preguntarle: “¿Eres feliz?”, y acto seguido, levantó más su cara, asintió y me miró con una sonrisa que no le cabía en el rostro, expresándome con su rostro lleno de luz y belleza cuánta alegría invadía su corazón. En ese momento comprendí, y pude palpar, toda la bendición, la ternura y la presencia de Dios que ya habitaba en su interior. –“¿Sientes a Dios?”, le pregunté. Y volvió a asentir. –“¿Sientes que Dios te ama?”. Me dijo: “Sí”. –“¿Sientes el amor de Dios?” –“Sí”, -“¿Amas a Dios?”, -“Sí”. Sus respuestas eran claras, sinceras, frescas, hermosas y maravillosas. Esa niña experimentaba absolutamente la providencia, la caricia y el amor de Dios, a manos llenas.

Al acabar la misa, las lágrimas de sus familiares corrían a chorros. Esa niña nos acababa de dar un ejemplo de cuánto era capaz Dios de amar a una criatura, y de cuánto era capaz ella de sentirlo y vivirlo. 

Ayúdame Señor, a que las cosas ordinarias de la vida, aún la salud y el bienestar, no me hagan alejarme de ti, mucho menos olvidarme de la necesidad grande que tengo siempre de ti.

 

+Alfonso Miranda 

 

 

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