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Una persona que se conmueve ante Dios transforma a su comunidad, y contagia con su sensibilidad a todo el mundo.

Recuerdo hace algunos años, cuando fui a unos ejercicios espirituales para laicos y sacerdotes en Casa Indigo, en Torreón, que me llamó mucho la atención la manera de comulgar de una dama, cómo se conmovía cada vez que se acercaba a comulgar, se detenía unos instantes, se acercaba la mano a la barbilla, como no queriendo que su boca tropezara con la mano del sacerdote, que llevaba la hostia, como respetando, cuidando hasta el extremo, como con una especie de estupor, como dice la Biblia, como quiere el Papa, era algo que me estremecía, sólo de verla cómo recibía a Jesús sacramentado.

“Detente, quítate las sandalias, ante el suelo sagrado que está frente a ti, porque es tu hermano”. Cfr. EG 169.

Si pudiéramos también nosotros conmovernos, ante el otro que se acerca, o ante quien nos acercamos, o ante quien nos habla o nos busca, o ante quien trabaja, vive o convive a nuestro lado, en casa, en la escuela, en el trabajo o en la calle. Porque en verdad, en él habita Cristo, y debemos, impostergablemente aprender a comulgar en cada hombre y en cada mujer. ¡Cuánto necesitamos aprender a conmovernos, ante cualquier ser humano, y reconocerlo como hermano, y respetarlo y valorarlo en su dignidad!…

 

+Alfonso G. Miranda Guardiola 

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