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¿Qué hace un Dios tirado en el suelo?

 

Cristo cae

Jesús cae en medio de la ciudad. Todos pasan de largo, de prisa, indiferentes. Algunos ni siquiera voltean a verlo. Ahí yace abatido, herido, con la soledad del frío.

Y el Cristo poco a poco se queda, en su tristeza, en su agonía, en su muerte.

Pero, la verdad, no necesitamos que esté ahí tirado, es necesario que se levante. ¿Qué hace un Dios caído en el suelo, habiendo tan graves problemas? Que se ponga de pie, vamos, aunque sufra, no importa, lo necesitamos.

Hoy que la ciudad requiere a todos en sus puestos, no puede quedarse ahí derrotado y caído. ¿Querrá que lo levanten, que se acerque alguien a ayudarlo? Pero, ¿que no puede hacerlo sólo? Pues, ¿que no dijo que era hijo de Dios? ¿que él solo podía reconstruir el mundo y el Templo con él? ¿Que no le dijo a Pilato: “tú lo has dicho, soy Rey”? ¿Entonces qué espera?

¿Y si no puede solo? Pues que venga alguien y le ayude…

Pero el tiempo pasa y nadie llega. Habrá que forzar a alguno, no faltará un cirineo incauto para obligarlo…

Hasta los soldados que esperan su muerte, tratan de buscar a alguien, que le ayude siquiera a llegar al Gólgota, para verlo morir. ¿Qué chiste tiene que se muera antes, en la calle? No, tiene que ser en el patíbulo, a la hora marcada, al final, para que todos lo vean.

Pero, ¿cómo se levantará? ¿quién le tenderá la mano? Y no para levantarlo a él, él como quiera, sino para que el mundo no se derrumbe y… muera.

Porque caído el Cristo, sucumbe el mundo, muere irremediablemente. Pero si él se pone de pie, aunque todo parezca perdido, el mundo se levanta con él. Y renace la esperanza, las ilusiones, los sueños…

Una mujer valiente se apiadó, y venciendo la indiferencia, se acercó y lo cubrió con su manto. Entre burlas y enfados, penetró la soledad del Cristo, e hizo a un lado con su lienzo, a cobardes y malditos, y enjugó en él su llanto, con lágrimas de dolor y de quebranto. Y después de secarlo, se alejó con la ignominia, y con el rostro desfigurado y proscrito, todo recogido en su manto.

Al llegar a casa y extender el lienzo, apareció ante ella, un rostro apacible y sereno, que no hablaba de odios, ni rencores, destilaba solo amores y perdones.

Dios se lo había regalado a aquella mujer, aguerrida y sensible, capaz de sostener, con su compasión y valor, a quien en ese momento daba la vida, para la salvación, del mundo.

Y tú, ¿qué esperas? Ese Cristo sigue tendido, esperando que tú, como el buen cirineo le eches la mano para llevar su cruz, o que como esta Verónica, te acerques a enjugar sus lágrimas, lavar su rostro, y mitigar, aunque sea solo un poco, su sufrimiento.

+Alfonso G. Miranda Guardiola

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