Ya no prediques más, porque ellos se salvarán, pero tú te condenarás
Había una vez un misionero que fue a anunciar la Buena Nueva a un lugar remoto, donde no conocían a Dios. Era un pueblo humilde que vivía sobriamente, según costumbres ancestrales, y no había violencia ni mayores problemas entre ellos. El misionero empezó a predicar y a anunciar la buena nueva, hablándoles del castigo, del infierno, les decía que existía un purgatorio, les habló de la condenación y de la muerte eterna. La gente se asustó y los niños lloraron, por lo que después de escucharlo, el anciano del Pueblo se puso de pie y le dijo: Oye hermano, ya de por sí la vida es difícil para que nos vengas tú a hablar de esas cosas, la verdadera Buena Nueva que necesitamos es una muy diferente, otra día te escucharemos, gracias por haber venido y vete en paz.
Al cabo del tiempo vino otro misionero, y sin más, empezó también a predicar la Buena Nueva, sin embargo, éste comenzó a anunciar la alegría de llevar a Dios en el corazón y la paz de vivir juntos, reconciliados con Él. Les habló del gozo y la esperanza de creer en Dios, de conocer y experimentar la gracia, invitando a todos a aceptar la salvación de Dios, la vida plena que Jesús nos ofrece, la libertad, el amor, el perdón, la misericordia, la bondad de Dios… y el pueblo sonrió y creyó.
Pero una noche cuando regresaba a su casa después de haber recorrido ciudades y pueblos anunciando la alegría del evangelio, el misionero tuvo un sueño, en el que un ángel con fuerte voz, le decía: “ya no prediques más, porque si lo sigues haciendo, ellos se salvarán, pero tú –por no haberte ocupado de ti mismo- te condenarás, en cambio, si dejas ya de predicar – y te fijas más en ti mismo- guardas y vives el mensaje en tu corazón, ellos no se salvarán, pero tú sí, tú no te condenarás”.
El misionero se despertó a mitad de la noche, muy triste de haber escuchado esa terrible voz, alterado y perplejo, lloró mucho. Se quedó en silencio y orando tratando de descifrar aquel lamentable sueño.
Esa mañana, más temprano que de costumbre, como habiendo vencido una batalla, con bravura y enjundia se levantó, y salió a predicar, ahora con más fuerza, y todavía más lejos, la buena nueva del Señor, sin pensar en sí mismo ni importarle otra cosa, que no fuera conquistar todas las almas, y salvar para Cristo, el mundo entero.
Dios envío a su hijo al mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo (Jn 3,17).
+Alfonso Miranda